domingo, 26 de abril de 2009

Navarino con su hermana "sin-pática"


Hace tiempo que no escribo sobre mi hermana Imerquiña. No puedo ser así. No se me puede olvidar que gracias a su atropello (el 17 de diciembre del año pasado), me lancé a la vida bloguera como escritor gatuno. Ahora soy un gran navegador de las páginas felinas de internet, lo que me ha llevado a peinarme con las TIC’s y a autonominarme como "defensor de los derechos fundamentales del gatriarcado".
Lo de mi hermana ha sido impresionante. A principios de año -y luego de un mes en el hospital- volvió a casa y no podía ni caminar por culpa de la pata que ya no tenía. Ironizando, me tomé la libertad de llamarla, a todas voces, como la trípode, “sin-pática” o la negra patuleca. De hecho, al principio era horrible. Estaba depilada y parecía gallina mojada, la pobre. Pero ahora está como avión. Mantiene espectacularmente su equilibro. Es una renga hiperactiva. Hasta se sube a la lavadora para comerse mi comida. Sale a la calle. Duerme en la cama con mis padres y se ha vuelto más avispada que yo. En fin, la Imer está como tuna. Una gata negra, chica y gorda. Salud por ella. Una mina corajuda que se recupera frente a las adversidades de su oscura vida de gata chilota en la región de los ríos. En la foto, la pueden ver sin su pata y mostrando los kilos adquiridos en el postoperatorio. Buena vida de gata “sin-pática”.

domingo, 12 de abril de 2009

Navarino y la sonrisa de Cheshire


En el país de las maravillas de Alicia, el gato que allí sale se ríe. Tiene una sonrisa de oreja a oreja. Eso es raro, ya que por más que yo trato de reírme, no puedo. No sé cómo se hace y eso, a fin de cuentas, es un problema porque no puedo demostrar -una vez más- mis sentimientos. La gente piensa que cuando estoy contento y debiera reír tengo cara de amurrado. Mis padres piensan que ando de buen humor cuando, la verdad, estoy con todos los cables atravesados y no quiero verlos ni en pintura. ¿Cómo y cuándo podré sacar una pequeña sonrisita? Aunque no creo en las ficciones y menos en las locuras que Carroll le inventa a la pobre de Alicia, seguiré detenidamente revisando la novela. En una de esas, el viejo Cheshire me ilumina con su sonrisa y me contagia su antigatuno don. Porque, lamentablemente, los gatos no ríen. La paradoja de Carroll es aún mayor porque su gato se la pasa riendo. Si logro mi objetivo, podré exhibir a mis lectores la preciosa y refinada dentadura que llevo puesta. ¿Alguien tiene pasta de dientes?